Las pinturas de la cueva de Altamira son de hace 15-17000 años.
La escritura jeroglífica egipcia empezó hace unos 5000 años.
Los ideogramas chinos se usan desde hace 3000 años.
La imprenta lleva entre nosotros poco más de 500 años.
Los ordenadores ni cien.
Los smartphones unos veinte.Las pinturas de la cueva de Altamira son de hace 15-17000 años.
Parece que la velocidad del cambio tecnológico se acelera camino de la singularidad tecnológica. En física y matemáticas los conceptos de singularidad son bien conocidos. Al trabajar con números y funciones, surgen por ejemplo cuando se divide por cero (y el resultado tiende a infinito). En las cercanías de una singularidad el horizonte de acontecimientos es tan vertiginoso que impide ver la propia singularidad.
No sé si caminamos hacia la singularidad, la ley de Moore que dice que la capacidad de almacenar memoria/transistores por cm2 se duplica cada 18 meses, se viene cumpliendo desde el año 1965. La miniaturización y la potencia de los ordenadores se duplican cada año y medio. Y no todo reside en el silicio. Hay algo en el ser humano ¿alma, libertad? que nos diferencia, que nos permite hacer razonamientos distintos, laterales, que un ordenador no puede emular.
Puede que la singularidad ya haya llegado y no nos hemos enterado, para algunos eso ocurrió con la difusión de internet. Es curioso constatar que ninguno de los escritores clásicos de ciencia ficción pudiera anticipar la existencia de la red de redes y la comunicación ubicua. Pero sí anticiparon el submarino, los satélites geoestacionarios, los viajes espaciales, los robots y muchas otras realidades actuales.
Con los cambios en el medicamento ocurre igual; del origen de la farmacia en los humores griegos y las plantas romanas pasaron varios siglos hasta la botánica casi completa. A partir del renacimiento se acelera el conocimiento de la fisiología y la farmacología. El siglo XIX engendra sangrías, homeopatía y alguna otra salvajada. El XX da un gran salto; dosifica y “emblista” los medicamentos. Los farmacéuticos se reinventan una y otra vez: de recolectores pasan a formuladores, a dispensadores, a clínicos, a asistenciales. En breve (ya hemos empezado) manejaremos a diario medicamentos de origen genético, diseñados para corregir el ADN.
La velocidad del cambio en los fármacos tampoco escapa de la aceleración.
¿Puede ese cambio transcender la humanidad? ¿Por qué limitarse a corregir el gen que predispone al Alzheimer y no mejorar uno que potencie nuestro cerebro? ¿Por qué en vez de sólo poner parches al envejecimiento no estiramos nuestra vida hasta las centenas de años?
No habremos llegado al superhombre de Nietzsche, ni al “hombre de los seis millones de dólares”, si no al transhumanismo. Un ser con nuevas capacidades y nuevas exigencias. Pero la necesidad de farmacéuticos seguirá inalterada: tendremos que ser la interfaz de comunicación entre el fármaco y el usuario, en palabras de Bob Cipolle «asegurar que el fármaco hace lo que el prescriptor espera». Tendremos que lidiar con pacientes sobreinformados, con pacientes que esperan demasiado del fármaco y con pacientes que no comprenden lo que se espera del fármaco. ¿O eso lo hacemos ya a diario?
Los que se adapten, triunfarán.