El farmacéutico recibe a “puerta gayola”

A mi maestro Paco le he escuchado varias veces que los farmacéuticos somos los únicos profesionales que recibimos al cliente a pie. Un abogado te hace esperar, se levanta para recibirte, te siente, te escucha, te pide un montón de papeles, te cita para otro día cuando los haya estudiado, te da una solución y te cobra. Un arquitecto, parecido. Un dentista… hasta agradeces el dolor que te causa. Y te cobra.

Somos tan toreros los farmacéuticos que recibimos a “puerta gayola” al paciente; no sabemos qué va a consultar,  no conocemos sus antecedentes, ni sus alergias, ni qué otros fármacos usa de modo crónico u ocasional, pero allí estamos nosotros: plantados, con nuestra bata como único escudo, a pie firme, dispuestos a recibir la consulta. Con la obligación de resolverla bien, aunque nos falten datos. En brevísimo tiempo, no podemos hacer esperar al paciente. Y con un consejo barato, no vayamos a recomendar algo caro, no seamos peseteros.

Y gratis. Que lo dice la tele: consulte a su farmacéutico. El pago debe ir en el precio del jarabe para la tos o los comprimidos para el dolor de cabeza.

Un servicio maravilloso; el paciente satisface su demanda de inmediato, ve resuelta su necesidad a un módico precio, con entera accesibilidad.

Todo eso en el caso de que quien haya atendido haya acertado. En caso de que sea un farmacéutico actualizado que ha pensado no sólo en lo que necesita sino también en lo que no necesita; en las posibles interacciones y efectos secundarios de los fármacos.

Porque si ha topado con un auxiliar se reduce de modo importante  la posibilidad de que la consulta sea satisfactoria al cien por cien. O con un farmacéutico  necesitado de reciclaje. De esos que expenden cajitas de colores con indicaciones de salud y no son paquetes de tabaco. Sustituibles por máquinas de auto vending “su tabaco, gracias”.

Hay casos en que se hace necesario consultar al farmacéutico; la señora que en el mostrador ve un despliegue de cajitas y pregunta “¿todo esto lo puedo tomar junto?” a lo cual suele repreguntar: “¿Vd. le pone leche al café? ¿Y azúcar? ¿Y luego moja la magdalena? Pues allí también mezcla” Sonrisa. Pausa. Cuando entiende la analogía uno se pone serio de nuevo y remarca: “Su médico quiere que lo tome así. Ahora, si quiere, vamos a ver qué problemas pueden aparecer con todos estos fármacos”. Y la sentamos. La sacamos fuera del flujo de la venta, que no bloquee una pantalla y un mostrador. Se le aparta hacia una zona con un poquito más de confidencialidad.

Al final ella se va con un mejor conocimiento de su tratamiento. Se adherirá a él o no, al final quien saca el comprimido del blíster y se lo traga es el paciente. Y es muy dueño de decidir que no quiere hacerlo. Se llama libertad. Se llama autonomía. Hay que respetarlo. Hay que comprender las causas. Hay que evaluar qué es lo mejor de verdad para el paciente. Y ojo, que lo mejor es enemigo de lo óptimo.

Ese paciente bien atendido se va satisfecho, agradecido, seguramente nos dará la mano en señal de respeto.

Pero no hemos cobrado nada. ¿Se puede mantener la consulta gratuita? Igual tenemos que empezar a pedir que cambien la pantalla azul de los anuncios de televisión.

José Ramón García Solans
2019-01-18T09:24:46+00:0028/11/2014|