En un medicamento hay un principio activo o más de uno, que es lo que cura. Hay unos excipientes que ayudan a su conservación, dosificación y protección, y un material de acondicionamiento para que sea posible manejarlo.
Lo que no hay ni puede haber es “secreto”. El fabricante está obligado a decir todo lo que contiene su fármaco, hasta el último e ínfimo componente pues quien debe avalarlo, el Estado, tiene derecho a saber qué pone a disposición de los ciudadanos. También debe saberlo el prescriptor, para estar seguro que encaja con el diagnóstico que ha hecho. Y debe saberlo el farmacéutico para detectar interacciones, para descartar reacciones adversas. Y tiene que poder saberlo el paciente, el que al final saca el comprimido del blíster y lo consume.
Todo eso se empieza a explicar en el prospecto y se recoge de modo exhaustivo en un documento denominado “ficha técnica” que, aunque orientado a profesionales, está accesible a cualquiera que lo quiera consultar en internet en www.aemps.gob.es/cima
Por esa ausencia de secreto y porque copiar es fácil, los medicamentos tienen una patente de doce años en los que nadie puede fabricarlos excepto el descubridor que ha dedicado un montón de tiempo (entre doce y veinte años) y de dinero (hasta 10.000 millones de euros).
Tras esos años, si el medicamento sigue siendo útil, cualquiera puede fabricarlo. Pero antes de comercializarlo debe realizar unos estudios específicos, estudios de bioequivalencia, que demuestren que tiene las mismas características que el original. Cuando el gobierno a través del Ministerio de Salud lo comprueba, le da el marchamo de “genérico” y permite su comercialización.
Decir que los genéricos tienen menos principio activo que los originales demuestra desconocimiento o mala fe. Y no sé qué es peor.
Pero si usted siente que el genérico no le hace lo mismo que el original exija a su médico o farmacéutico que emita una notificación sobre ello. O notifíquelo usted mismo a través de internet en: www.notificaram.es
No se queje, actúe.
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